- Suba ya, señorita, el otoño ha llegado esta madrugada antes de lo previsto. Mi caballo tiene ganas de trote y no esperará mucho más - me dijo el cochero. Extraño, recuerdo exactamente las palabras y el tono impertinente.
Subí y partimos. Tras la cortinita, los bonitos palacetes del barrio del Ensanche se sucedían uno tras otro, hasta que llegamos a la Exposición y, rodeando el parque, continuamos por las angostas calles de La Ribera. Como estaba demasiado oscuro, dejé de mirar por la ventana y me entretuve contemplando mis manos, mis pies, los mechones que caían sobre mi pecho... Era yo misma, sólo que... Cómo decirlo... No me sentía real, un velo cubría mi mente y no me dejaba pensar con la claridad de la vigilia. Sin embargo, las sensaciones, como el frío que se colaba bajo el camisón, me llegaban con pavoroso realismo.
El coche paró y me apeé frente a un triste edificio exactamente igual al resto de la calle. La puerta estaba abierta y entré. Subí las escaleras hasta el tercer piso y llamé con cuatro golpes en la segunda puerta. “Adelante”, me respondió una voz masculina.
En la sala, sólo encontré tres mujeres vestidas de forma muy exótica recostadas en un rincón lleno de cojines. Reían de una manera poco decente y supuse que serían criaturas descarriadas que vendían su cuerpo. La voz masculina volvió a hablarme. Había un hombre sentado frente a la mesa pero su cara me parecía borrosa.
- Malena, túmbate en la mesa.
Le obedecí. Puse un pie en una silla y luego una rodilla sobre la mesa, para acabar tumbándome cuan larga era. Las mujeres de vida alegre me rodearon curiosas haciendo comentarios sobre lo bonita que era mi bata.
- ¿Puedo probármela? - preguntó la más niña al caballero del rostro difuminado.
- Sí, pero cuida de no romperla.
- ¿Y el camisón? ¿Puedo yo probarme el camisón de seda? - preguntó la más bruna y tal vez de raza gitana.
- Sí, pero no lo ensucies.
- ¿Y yo? Para mí no queda nada - dijo la tercera, pálida como un armiño y de cabellos rojizos.
- Tú puedes tocarla todo lo que gustes.
Y así hicieron. Me despojaron de mis ropas con sumo cuidado, de la misma manera que se desviste a una delicada muñeca de porcelana. Una vez desnuda, la pelirroja acarició y ordenó mi cabello, me besó la frente, los labios, el cuello... Recorrió con sus dedos mis brazos, repasó el contorno de mis pechos, con sus manos se estudió mi cintura y las caderas, me acarició con su mejilla el pubis... ¡Buen Dios! Yo estaba allí queriendo parar aquello pero sin poder moverme.
- Huele muy bien... ¿puedo?
El caballero debió afirmar porque la perversa mujer me separó las piernas muy despacio y siguió acariciándome, los muslos, las rodillas...
- Lleva sucios los pies.
- Otro día le pediré que se calce.
Y volvió a los muslos, a su interior... Sentí su aliento caliente y espeso.