Pasé
la mañana entre molestias. Dudé en llamar al doctor y
suplicarle me tratara de aquel mal pero temía que obligara a mis
padres a casarme con el joven Ferrer, quisiera yo o no quisiera.
Picaba insoportablemente. Para aliviarme, me daba aire con un abanico o me lavaba en la palangana y lo dejaba mojado secándose lentamente. Intenté calmarme dándole palmaditas pero acabé rascándome con frenesí hasta hacerme heridas y dejar resto de piel y sangre entre mis uñas. En una de esas acometidas, me excité como en sueños y sufrí una sacudida. El placer me reconfortó brevemente pero al rato me ardía más todavía, quemaba como el carbón y comprobé con el espejito de mano el aspecto lamentable que tenía, colorado y apochado como un tomate friéndose en la sartén.
Después de un almuerzo frugal, aproveché que mamá descansaba en su habitación y que Felisa había ido a los lavaderos a hacer la colada para salir a buscar un ungüento a la botica. Mi plan era visitar alguna del barrio obrero donde no pudieran reconocerme ni poner en duda mi virtud. Tomé prestado el traje de los domingos de Felisa para proporcionarme un aspecto humilde y revisé mi monedero, todavía guardaba dos pesetas que me había dado papá para un sombrero nuevo. Una vez en la calle, y admirando la ligereza de las faldas sencillas, caminé lo más rápido que pude en dirección al barrio de La Ribera. ¿Por qué escogí aquel y no otro? Conocía a la perfección el camino. Por un momento creí estar soñando de nuevo pero el sol de la tarde era real.
Tardé más de lo esperado, no estaba acostumbrada a los paseos tan largos y mi malestar empeoraba por momentos. Pregunté a una florista para no adentrarme sin rumbo en las callejuelas. Me miró de arriba a abajo, sopesando mi pregunta, y me indicó una tienda que había en un callejón, girando a la izquierda después de tres calles. Recorrí una y otra vez el callejón pero no encontré nada parecido a una botica, hasta que vi salir una mujer de aspecto festivo de uno de los portales. Me dirigí hacia ella con intención de preguntarle pero al ir a recolocarse el sombrero... ¡Oh! Los rizos pelirrojos que se le escapaban por las sienes me recordaron a... ¡Oh, no podía ser cierto! Amordacé mi boca con el puño para evitar el grito pero nuestras miradas se encontraron. Si mantuve la esperanza de un delirio producido por el agotamiento, se derrumbó ante su cara de espanto al reconocerme y el mal disimulado gesto de indiferencia al darse media vuelta y huir a paso acelerado.
...
Picaba insoportablemente. Para aliviarme, me daba aire con un abanico o me lavaba en la palangana y lo dejaba mojado secándose lentamente. Intenté calmarme dándole palmaditas pero acabé rascándome con frenesí hasta hacerme heridas y dejar resto de piel y sangre entre mis uñas. En una de esas acometidas, me excité como en sueños y sufrí una sacudida. El placer me reconfortó brevemente pero al rato me ardía más todavía, quemaba como el carbón y comprobé con el espejito de mano el aspecto lamentable que tenía, colorado y apochado como un tomate friéndose en la sartén.
Después de un almuerzo frugal, aproveché que mamá descansaba en su habitación y que Felisa había ido a los lavaderos a hacer la colada para salir a buscar un ungüento a la botica. Mi plan era visitar alguna del barrio obrero donde no pudieran reconocerme ni poner en duda mi virtud. Tomé prestado el traje de los domingos de Felisa para proporcionarme un aspecto humilde y revisé mi monedero, todavía guardaba dos pesetas que me había dado papá para un sombrero nuevo. Una vez en la calle, y admirando la ligereza de las faldas sencillas, caminé lo más rápido que pude en dirección al barrio de La Ribera. ¿Por qué escogí aquel y no otro? Conocía a la perfección el camino. Por un momento creí estar soñando de nuevo pero el sol de la tarde era real.
Tardé más de lo esperado, no estaba acostumbrada a los paseos tan largos y mi malestar empeoraba por momentos. Pregunté a una florista para no adentrarme sin rumbo en las callejuelas. Me miró de arriba a abajo, sopesando mi pregunta, y me indicó una tienda que había en un callejón, girando a la izquierda después de tres calles. Recorrí una y otra vez el callejón pero no encontré nada parecido a una botica, hasta que vi salir una mujer de aspecto festivo de uno de los portales. Me dirigí hacia ella con intención de preguntarle pero al ir a recolocarse el sombrero... ¡Oh! Los rizos pelirrojos que se le escapaban por las sienes me recordaron a... ¡Oh, no podía ser cierto! Amordacé mi boca con el puño para evitar el grito pero nuestras miradas se encontraron. Si mantuve la esperanza de un delirio producido por el agotamiento, se derrumbó ante su cara de espanto al reconocerme y el mal disimulado gesto de indiferencia al darse media vuelta y huir a paso acelerado.
...
Qué tiempos aquellos antes de internet, el feminismo, las sexshop...
ResponderEliminarEjem, se supone que estoy haciendo una crítica de los "tiempos aquellos" en los que había que lavar a mano.
EliminarUy, que mal, le deben haber pegado alguna fea enfermedad.
ResponderEliminar¿Va a perseguir a la pelirroja?
No, tranquila, no es nada serio. Hongos de los de toda la vida ^^
Eliminar