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La Virgen de Alba - capítulo I

Photo by Lilliam Bassman


I. La noche más larga

Cinco años de paz... no en mi corazón.

A finales de enero de 1939 cesaron las bombas, llegó el pan a la ciudad.  Los niños dejaron de saludar con el puño en alto y extendieron el brazo, el hambre no entiende de ideologías.  Para nosotras no hubo pan, sólo polvo frío en el camino y el mar gris que parecía despedirse con un lamento silencioso.
- ¡Corre! - gritó Alba -.  ¡Corre que nos matan!
Y corrí.  ¿No iba a correr?  Si había robado, engañado y matado por ella ¿No iba a correr también?  Por lo mismo, para protegerla, la abandoné poco después.
De haber sabido que todo estaba perdido, hubiéramos huido antes pero la esperanza nos cegaba.  A ella le cegaba a mí no me apetecía ver las tropas en el horizonte porque sabía que sería el inicio de un nuevo sufrimiento.  No quería verlo llegar, anhelaba que un obús cayera sobre nuestra pequeña habitación del Paralelo y nos sorprendiera dormidas, abrazadas.  No volver a despertar ni ver su carita demacrada por el hambre, la mirada inquieta oteando siempre el cielo, arrastrando la muerte, pesada carga que todos llevábamos a cuestas.  La hubiera liberado yo misma de esa vida inhumana de no ser por el brillo revolucionario que todavía anidaba en sus pupilas y la pasión de sus dedos, que tan hábilmente trasladaba a sus escritos sacudiendo corazones y abocando a la locura colectiva.  Esa misma pasión me la regalaba en exclusiva en la intimidad.  Y cuando fallaban las fuerzas y los ánimos, simplemente desmayaba su corazón al lado del mío.
De haberlo sabido, mi pequeña, hubiera sido yo la que hubiera gritado “corre”, hubiera tomado tu mano y obligado a seguirme hasta la frontera.  Ni tu llanto, reproches o amenazas me habrían detenido, no hasta haberme asegurado de que estabas a salvo.  Juntas y a salvo.  Pero el pasado no se puede cambiar.  Reaccioné tarde, te solté la mano, te perdí.  Me desespera no saber qué ha sido de tu vida, si hay vida o, por el contrario, duermes eternamente en algún bosque cerca de tu destino, como una princesa esperando el beso de su salvador.  Pero este príncipe azul no tiene idea de tu paradero, peor, se haya maniatado, anulado, muerto en vida.


- Antonia, hija, llega a casa pronto esta noche, tenemos invitados en la cena.
Me la miro y asiento con la cabeza.  Dejé de hablarle hace tiempo.  ¿Para qué molestarme si ella tampoco escucha? En mi ingenuidad creí que con los años se cansaría de buscarme marido pero cada año que pasa, cada cana nueva, la apremia.  Y yo voy loca porque se se me pase el arroz, la edad o lo que sea y me deje tranquila.
Loca.  
Al acabar la guerra, esa señora, mi madre, entró con todo su séquito de sirvientas en Barcelona, vino a buscarme a la sede central del SIPM (Servicio de Información Político-Militar) en la calle Balmes, donde llevaba dos meses detenida, y alegó ante el oficial al mando que yo no era roja, sólo estaba loca de atar.  El oficial me entregó a su custodia y se quitó un enorme peso de encima porque no sabían qué hacer conmigo.  Debido a mi posición y fortuna, no se atrevían a darme el mismo trato que al resto de prisioneros y me mantenían en una celda individual con todas las comodidades.  Sin embargo, la denuncia y declaraciones de las Soler, la esposa e hija del Sr. Soler, mi desafortunado vecino que fue fusilado por la milicia anarco-sindicalista al inicio de la contienda, no dejaba lugar a dudas de mi simpatía hacia los vencidos.  
Acostumbraban a interrogarme por las tardes, no todos los días, acompañando la velada de un cigarrillo:
- Señorita Antonia Gelabert  ¿Cierto?
- Sí, teniente.
- Capitán, señorita, soy capitán.
- Pues sí, señor capitán.
- Sólo capitán -sólia decir siempre el hastiado militar mientras me encendía gentilmente el cigarrillo-.  Repasemos los hechos una vez más.  En octubre de 1936 los rojos le expropian la fábrica textil  ¿O la entregó voluntariamente?
- No fue voluntario.
- Tras las jornadas de mayo en 1937, la fábrica pasa a disposición de los comunistas y se dedica a fabricar armamento, principalmente munición para artillería.  ¿Estaba usted al corriente?
- Sí, lo sabía.  Pero la dirección quedó al cargo directo de la Generalitat, no me consta que ningún partido comunista asumiera el control.  
- Dice en el informe que se le ofreció ocupar el puesto de gerente.
- Sí, pero lo rechacé.
- ¿Por qué?
- Verá, capitán, no espero que entienda mi objeción de conciencia.
- Esperaba más bien una respuesta favorable a nuestra causa.
- No se ofenda, pero su causa inició la guerra.
- No vamos bien por ese camino...
- ¿Me devolverán la fábrica?
- Sólo si conseguimos demostrar su inocencia.  Sigamos... Vivía usted en la calle Vía Augusta junto a una tal Alba...
En ese punto, alguna vez había perdido los nervios incapaz de soportar que un desconocido hablara de ella en términos tan despectivos.  Parecían saberlo todo, su apellido, fecha de nacimiento, el pueblo donde residía su familia, nombre de padres, hermanos y sobrinos pero, sobretodo, su afiliación incondicional a la CNT y las labores administrativas y de propaganda que había realizado en la sede.  Como animales hambrientos ansiaban tenerla entre sus garras y arrancarle las palabras, robarle la voz y destruirla para siempre.  Con el tiempo y la calma aprendí a controlar mi llanto y mi furia en las interrogaciones.  Su insistencia les delató, temían más a mi pequeña y delgada Alba que a un general de brigada: una bomba puede matar a cinco o seis pero Alba, con sus palabras, podía convencer a 1.000 ó 10.000.  Era un arma mortífera y seguía en libertad amenazándoles con su existencia.  Su miedo me dio seguridad y sólo pronunciar su nombre, fueran cuales fueran los adjetivos que le seguían, me llenaba de orgullo.  Pero lo cierto es que yo no sabía nada sobre sus actividades en el sindicato ni la gente con la que se relacionaba.  Para ellos parecía claro que yo era sólo una víctima más de la maldad roja, ignorante y poco útil para el proceso.
Por las noches me dejaban tranquila, sola en mi celda ocupada con mis recuerdos y atormentandome con las posibilidades.  Me llegaban los gritos, tanto masculinos como femeninos, de los detenidos comunes, con los que no tenían tanta paciencia.  Si había un cigarrillo para ellos, era para apagarlo sobre su piel.  Era horrible estar condenada a escucharlos sin posibilidad de ayudarlos o de huir de la situación.  Una noche me pareció escuchar la voz de Alba...  Sí, puede que aquella noche enloqueciera de verdad, que la agonía de creerla sufriendo en el piso de arriba me trastocara para siempre.

Mi madre me recogió como el que recoge a un animal abandonado.  Perdida y confusa, me pasé todo el viaje en coche convenciéndome de que no habían encontrado todavía a Alba.  No, no sabían nada de ella.  Desaparecida, oí que comentaba el capitán con un subordinado.  No muerta, no detenida, sólo desaparecida.  Cuando conseguí creérmelo, suspiré aliviada por fin y miré por la ventanilla.  La ciudad había cambiado en tan sólo dos meses.  Las barricadas habían desaparecido, no así los escombros, y la gente ya no caminaba con prisas huyendo de los espacios abiertos, al contrario, se desplazaban lánguidamente hacia su destino con capazos medio vacíos.  Se había convertido en una ciudad de mujeres, viejos y niños.  Una ciudad vacía donde los hombres jóvenes consumían sus días en la cárcel. Ya no morían en el frente, ahora vertían su sangre inútilmente en el Campo de la Bota a manos de verdugos implacables.  Los pocos hombres que se podían ver en la calle, estaban pálidos de haber permanecido escondidos todos estos años, sin duda afectos al régimen, se pavoneaban de haber ganado la guerra.  Parecían decir:  “¿Lo ves?  Yo llevaba la razón”.  
- Estúpida razón la que casi nos lleva a todos a la extinción.
- ¿Qué murmuras, Antonia, hija? -preguntó la Sra. Nuria tomándome afectuosamente la mano, aunque creí, y no andaba tan equivocada, que en realidad me apresaba tratando de evitar que volviera a huir de su lado.
- Que estamos todos muertos.
Yo tampoco tenía mejor aspecto que esas pobres gentes: pálida, con la clavícula tan marcada que parecían dos espadas afiladas a punto de perforarme la piel, la mirada baja rebelándome a mirar la fealdad más allá de mis pies...
- Nosotras no lo estamos y ahora por fin regresas a casa después de tanto tiempo, las chicas te han preparado una fiesta - no era mi madre la que hablaba ahora sino la mujer tras el volante que así, de espaldas, alguien podría haberla confundido con mi yo glamuroso de antes del 37.  Martina, la concubina preferida de mi madre.
- No estoy para fiestas... - murmuré, pero parecieron no escucharme y se pusieron a hablar con entusiasmo de la alegría que sentían de que la contienda hubiera acabado, de volver a los viejos tiempos y olvidar el miedo y la incertidumbre.  Aunque no pudieron evitar hacer comentarios sobre la moda de París y sobre si el Generalísimo permitiría las exportaciones de ropa interior fina.

El ático de la Vía Augusta. Cuántas atrocidades y lujuria había visto aquella escalera, cuánta sangre también.  Siguiendo con la mirada los peldaños, podía adivinar la mancha que dejó aquel hombre.  Ningún ojo humano sería capaz de detectarla, tan eficiente era Pascual, el portero, con la lejía, pero yo la veía todavía, una flor que se iba deshojando escalones abajo.  Y veía también a Alba horrorizada tras la columna.
- Señora y señorita Gelabert, me presento, soy el nuevo portero, Tomás - un hombre de mediana edad, pálido y bastante delgado, salió a darnos el recibimiento.
- ¿Qué ha sido de Pascual? - pregunté consternada ante este nuevo cambio en mi vida.
- Mejor no hablar de él, se haya detenido por cuestiones políticas.
- ¿Pascual?  Imposible.
- Señorita, olvide a Pascual.  Oí que uno de sus hijos ha sido fusilado hace unos días y el otro está huido.  Pascual no volverá a trabajar aquí y dudo que el pobre hombre salga de ésta - con ese “pobre”, acababa de ganarse Tomás mi simpatía y le estreché la mano.
- Pascual me salvó la vida, no espero menos de ti, Tomás.
Noté la desaprobación de mi madre ante mis confianzas con la baja estofa pero no le dio tiempo a regañarme porque al momento oímos un estruendo, eran las criaditas, Ana y María, que corrían escaleras abajo porque habían visto que llegaba el auto de la señora.  Se abalanzaron sobre mí como gaviotas ante una sardina, picoteándome a besos y contándome los dedos por si me faltaba alguno.  Colgadas de mi cuello y cintura me atosigaron a preguntas que delataban lo ajenas que habían estado de la guerra en París.  ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que las vi?  ¿Siete años?  Se diría que aquellas dos vivían en la eterna adolescencia.  Alba debía tener su edad pero cuan diferente era.  Me deshice de ellas y subí corriendo esperando algún milagro, que de alguna manera hubiera viajado en el tiempo como en aquella novela de Wells.  Mi cabeza no razonaba bien por entonces y puede que no lo haya vuelto a hacer.  No la encontré en la cocina, con el cabello atado a un moño a medio deshacer y el delantal escurriéndose por los hombros, allí sólo estaba una chica nueva, bruna, de baja estatura, apenas una chiquilla, que se asustó ante mi entrada precipitada y dejó caer el cucharón al suelo.  Yo también me dejé caer, sobre una silla, y suspiré.  Nos quedamos las dos en silencio, ella por miedo y yo por hastío.
Mientras faenaba con la comida, la miré de reojo.  El moño casi deshecho y las tiras del delantal por los codos.  Sonreí como hacía tiempo que no hacía.  ¿Podría convertir a esa patosilla tímida y asustadiza en una segunda Alba?
- ¿Cómo te llamas?
- Juanita, señor - apuntaba maneras y decidí acercarme para ponerla nerviosa.
- ¿Señor?  ¿Estás segura? - le susurré al oído.
- Por favor, señor, necesito este trabajo.
El diablo se apoderó de mí o la mala leche o una especie de venganza contra el destino que me había arrebatado lo que más quería, y la acorralé contra los fogones infiltrando mi mano bajo su falda.
- Por favor, por favor, no siga... - sollozaba y me empujaba la mano con cautela para apartarla sin ofender pero  yo no quería detenerme.  Llevaba ropa interior, eso no me gustó, creo que la pellizqué tratando de bajarle las bragas y su llanto se hizo más fuerte-.  Se lo ruego, no siga, me hace daño...
    - ¡Juanita! ¿Qué te dije sobre obedecer a la señorita Antonia en todo? - mi madre, con su imponente presencia, cortó de cuajo el llanto de la joven.
    - Yo... yo no sabía, disculpe la señora.
    - Quítatelo todo ¡Ahora! -ordenó.
    También yo me había llevado un susto ante la interrupción y, como despertando de un sueño, observaba ahora a la sirvienta con otros ojos.  El vicio dio paso a la lástima.  De pie y desnuda, temblaba la pobrecilla como un pajarito al contacto con el aire todavía fresco de las tardes de marzo que entraba por la ventana abierta.
    - ¿Te gusta? - me preguntó la Sra. Nuria.
    Aquella pequeña que había tenido la mala fortuna de caer en las manos de mi madre, amén de que hubiera casas peores en las que servir, no se parecía en absoluto a Alba.  Me dieron ganas de decirle a mi elegante señora madre: “No, no me gusta nada.  Búscame a otra con el cabello más castaño y los ojos más brillantes, que tiemble no de frío sino del calor que siente cuando me ve.  Búscame una ninfa que se escape de casa como una gata en celo y luego regrese leal a cobijarse en mi regazo.  Búscame a mi ángel perdido, no deseo otra”.  Pero como no quería cargar sobre mi conciencia el despido de una inocente, callé y asentí con la cabeza.
    - Abre las piernas niña.  Fíjate, Antonia, qué fresca está - mi madre escogía las criadas como quien va al mercado a comprar almejas -.  Anda, toca, no te quedes con las ganas.
    Yo era una virgen más de su harem, intocable por ella pero igualmente sumisa a sus deseos.  Alba me rescató, aunque siempre creyó que había sido yo la salvadora, pero no estaba aquí para tomarme de la mano y echar a correr lejos las dos de la influencia perversa de aquella mujer.  Deslicé la mano por el pubis de la chica, que cerró los ojos para evitar mirarme.  Seca, como la tierra yerma que había dejado la guerra a su paso.  Mi Alba me hubiera empapado la mano.
    - Jugaremos con ella en la cena ¿Te apetece?
    - Sí, está bien.  Ahora discúlpame, madre, me daré un baño y descansaré un poco, estoy agotada - pensaba alargar mi siesta hasta el amanecer como excusa para saltarme el evento nocturno.
    - Juanita, prepárale un baño a la señorita  y dale un masaje en la manera en que te enseñé.
    - Oh, gracias, madre, pero no es necesario, sólo deseo acostarme un rato.
    - Insisto - y no había nada que yo pudiera hacer para evitarlo.

El ático de Barcelona se convirtió en una prisión dorada.  Intenté por todos los medios que mi madre volviera a su amplia casa de Gerona.  Primero alegó que el campo se había vuelto peligroso, mucho rojo escondido, luego que en la ciudad estaban los principales eventos sociales, para acabar reconociendo que no quería dejarme sola y que, si yo tenía que quedarme por cuestiones de negocios, ella se quedaría conmigo para cuidarme.  Por cuidarme entendía ejercer de guardiana, tratar a toda costa que olvidara a Alba y que comenzara a comportarme con buen juicio, como correspondía a una mujer de mi clase y fortuna.
    Noche sí, noche también, las chicas ideaban espectáculos para despertar mi libido atrofiada.  Yo sonreía beneplácita, como una monja que disculpa las travesuras de sus alumnas, pero mi madre era sabia y zorra, difícil de engañar con la pantomima, por eso me enviaba después a la cama a la criada nueva, cuyo nombre tardé pronto en olvidar.  Ella estaba obligada a darme placer, yo estaba obligada a recibirlo.  Sin quererlo, inevitablemente, acabé pagando con la chica todas mis frustraciones.  La odiaba, por su falta de personalidad, por su obediencia ciega a mi madre.  Compartíamos celda pero, en lugar de ser compañeras, ella actuaba como el instrumento de control de mi carcelera.  Me volví mala y cruel.  Si Alba me viera ahora, cinco años después de que nos separáramos, no reconocería a la mujer que amó.  Me despreciaría, sí, al igual que hago yo.


   
- ¿Desea un poco más de carne, Comandante Quintala?
    - Oh, no, muchas gracias Sra. Gelabert.  Con lo que he comido esta noche, alimentaríamos a un regimiento durante toda una semana.
    Cómo ríen los dos jactándose de la abundancia de comida en la mesa.  Lo que madre evitará comentar es que las sobras habrán de llenar nuestras panzas y las de las criadas durante algunos días más.  No es cuestión de dinero, en esta ciudad habrá pocos que tengan nuestro estatus, sino de escasez de suministros.  El mundo entero está en guerra y las importaciones con Europa resultan infructuosas.  El hambre de los vencidos pero también de los vencedores, España es un enorme estómago rugiendo, nunca satisfecho del todo.  Pero esta noche hemos pulido los cubiertos de plata y aireado la vajilla de porcelana, exigido con amenazas carne fresca en la carnicería y las chicas han regresado a casa despeinadas y con arañazos de haber discutido con madres desesperadas en la parada de verduras del mercado.  Por supuesto, también hemos recurrido a las habilidades de mi viejo amigo Monsieur Croque en el mercado negro. Todo por darle una cena digna de un rey a mi posible futuro marido, según madre, a un oportunista muerto de hambre más con galones, según mi opinión.
    - Deje espacio para el postre, Comandante, lo agradecerá.
    - Sí, deje espacio.  Los postres en esta casa son dulces y empalagosos como en ninguna - le hago la coletilla, algo impertinente, a mi señora madre.  
Pero ella ni se inmuta, da un par de palmadas y al momento aparecen las rubias con una bandeja de frutas y otra de dulces hechos a base de frutos secos y miel.  Detrás les sigue la pequeña, a la que cada una llama de una forma diferente y para mí simplemente es “esa”, desnuda como una mona.  El Comandante carraspea y se hace el gratamente sorprendido pero no son ningún secreto entre la alta burguesía y la casta militar dirigente las vírgenes que colecciona la Sra. Nuria y el uso a que las destina.  Un par de palmadas más y esa se desliza bajo la mesa, gatea hasta nuestro invitado e imagino que hace buen uso de su boca dado el gesto de satisfacción del oficial.
- Si le gusta más fuerte, sólo pídalo, Quintala - me vengo de sus intenciones matrimoniales quitándole el rango militar.
- ¡Antonia! No distraigas al Comandante y permite que disfrute de los postres con tranquilidad.
- Em, no no me molesta usted, señorita Antonia.  Dado que conoce mejor que yo las habilidades de sus chicas, tal vez sería tan amable de recomendarme alguna especialidad.
- Por supuesto.  ¡Eh, tú, la de abajo! ¿No ves que el señor se aburre? ¡Acelera! - y recalco la orden dándole un ligero puntapié  en la cadera -.  ¿Mejor así, Quintala?.
- ¡Oh, Dios!  Increible la bendita educación que reciben estas chicas.
    Nos quedamos en silencio. Madre trata de masticar sin hacer ruido, yo, al contrario, pelo una manzana mientras taconeo impaciente. La cara del Comandante es un poema.  A los pocos segundos, el grave suspiro del afortunado al acabar y el gutural atraganto de la de abajo.  
    - Felicidades, ha sido usted el más rápido hasta ahora.
    - Trataré de alargarlo cuando compartamos la cama - y antes de esperar mi réplica, añade -.  Ha sido una velada magnífica, señora.  Gracias a usted también, señorita, por darme el placer de verla con vestido.  Sabía de su afición a la anticuada moda garçon pero no debería negarnos el placer de contemplar sus piernas.
    - ¿Anticuada?  Se equivoca, Quintala, los pantalones son el último grito en moda femenina.
    - Haríamos mal en contaminarnos con las tendencias que vienen de fuera.  ¿No le parece?  La mujer española está obligada por decencia a conservar la gracia y delicadeza que le son características.  Usted se ha visto abrumada por las circunstancias y ha llevado sola el negocio de su padre pero, a la que haya un hombre en su vida, podrá relajarse...
    - Disculpe, Quintala.  Me apetece fumar y madre no soporta el humo.  ¿Continuamos la conversación en la terraza?  También hay tabaco para usted si desea.
    - Me place.  Si nos disculpa, señora.
    En la terraza, resguardada de la mirada inquisidora de mamá, le canto las cuarenta al oficial fantoche aunque, para mi desesperación, demuestra conocer mi estado de sumisión a la patria potestad.
    - Hablemos de hombre a hombre, Quintala.  Usted sabe que es una locura pretender casarse conmigo.  ¿Qué placer sacaría en todo esto si no es el lucro por la fortuna de los Gelabert?  Puedo ofrecerle dinero por olvidarse del asunto y separar nuestros caminos.
    - Menos lobos, Antonia, con ese truco habrá engañado a los que vinieron antes pero estoy prevenido: usted no tiene acceso a su fortuna, es su madre la que controla todo.  Y ella está dispuesta a recompensar con creces el sacrificio de que un hombre vigoroso como yo pierda sus mejores años al lado de una estrecha como usted.
    La bofetada resuena en la tranquila noche barcelonesa.
    - Le guste o no, Antonia, pega usted como una mujer.  
Y diciendo esto, se marcha riendo el bravucón dejándome sola e impotente.  Miro a la calle y maldigo no tener el valor suficiente para subirme a la baranda y acabar con esta pesadilla.  Sería fácil, un momento y luego nada...
- Señorita, señorita...
¿Quien viene ahora a molestar mis pensamientos suicidas? Es el mozo del Comandante, que se ha pasado la cena de pie y firme en un rincón.  Lamento que tenga que aguantar a un patrón tan detestable aunque debería guardarme la lástima para mí misma, pronto estaré en una situación peor que la suya.
- Señorita, se le ha caído esto... -y me ofrece un colorido pañuelo.
- No lo creo...
- Sí, es suyo -me corta tajante.
Antes de volver a replicar, lo miro a los ojos.  Él me clava la mirada en respuesta, desafiante, orgulloso y tomo el pañuelo de su mano con sumo cuidado.
- Es cierto, gracias, no me había dado cuenta que lo había perdido.

La sobremesa se alarga hasta lo insoportable y temo que el Comandante no quiera regresar nunca a su casa con lo bien atendido que se encuentra por mi madre y las criaditas.  Sentado cómodamente, copa de jerez en mano, Ana y María una a cada brazo del sillón agasajándolo,  Martina le da un masaje en los hombros, esa en los pies.  Todas muy bonitas y tan desnudas como la Maja, así juntas, cada una con su tono, parece que se ha desplegado un abanico de colores.  Y la señora Nuria, para no perder la costumbre, coquetea con su invitado demostrando que lo que ha perdido en belleza y juventud, lo ha ganado en soltura y desparpajo, amén de otras cualidades que el astuto oficial parece dispuesto a comprobar.  De reojo observo que el mozo sigue en su esquina, mirada al frente, aguantando con estoicismo de héroe el panorama.  En ningún momento me mira, ni un gesto, ni una señal y yo con el pañuelo hecho un ovillo en mi regazo, quemándome de la impaciencia, del miedo a lo que significará.  Debería deshacerme de este compromiso, no tengo ánimos de libertaria.  No, no los tengo, sólo de suicida... Tendrán que servir.
- Mis disculpas -me levanto del sofá.
- ¿A dónde vas, Antonia? -madre ha puesto de nuevo su garra sobre mí.
- Al servicio.
- ¿A qué hacer?
- Entre otras cosas a vomitar.
- ¡Eh! ¡Yo no he sido! ¡No la he preñado todavía! -el Comandante, algo ebrio, delata su verdadera personalidad.
Y ríe el muy grosero y ríe ella y ríen todos.  Bien hecho, Quintala, tú ganas, eres más listo y más fuerte que yo, me rindo pero... ¡Hágame el favor de irse al Infierno!. Ocupados en seguir con la broma, me olvidan, tan sólo Martina me sigue con los ojos ¡Zorra!  Miro mi mano e imagino que tengo el arma, aquella recia pistola que me entregó Pascual para protegerme a pesar de mi espanto.  “Guárdela, señorita. ¡Guárdela!  Y Dios quiera que no tenga que utilizarla nunca”.  ¡Pam, pam! Y estarías muerto, Quintala.  Tu sangre se esparciría por el sillón para desgracia de madre, que considera el rojo poco apropiado para los muebles con los tiempos que corren.  En la alfombra, una rosa se iría dibujando y alimentando del fluido de tu cuerpo cadáver, lo único bello que podría salir de ti.  Ponme a prueba, no serías mi primer muerto pero sí el que disfrutaría más.  Mi pistola imaginaria se ha evaporado, yace ahora en aquella escalera manchada de hace siete años.

Alba me abrazaba.  Sentadas en el frío suelo del rellano, a oscuras, la noche había llegado temprano o habíamos perdido el sentido del tiempo.  Le di un beso en la mejilla, fría por las lágrimas derramadas, y me levanté para hacer el trabajo sucio.  Ella quiso ayudarme pero tenía necesidad de cargar sola con el peso de mi delito, tal vez para convencerme de que matar no era tan sencillo como parecía, que traía consecuencias, aunque sólo fuera tener que arrastrar un peso de 90 kilos hasta el otro extremo de la calle y alejarlo de su verdadera ubicación.  “Para evitarnos problemas”, le dije.  Y para borrarlo de mi conciencia.  
¿Qué más da otro muerto?  Me repetía sin cesar mientras estirándolo de las piernas avanzaba lentamente protegida por la opaca oscuridad.  Como tantas otras noches, las farolas y las luces de los edificios estaban apagadas para despistar a los bombarderos italianos, pero seguro que esa noche se habían ido de parranda a celebrar que ya nos bastábamos solos para acabar con nuestras republicanas vidas.  No demasiado lejos los destellos de los disparos me recordaban que todavía había actividad humana y que, si no me daba prisa en acarrear el asunto, podría acabar haciéndole compañía en la fosa.  Poco importaba mi ideología, en ese día de pesadilla caía cualquiera que se hubiera encontrado en el lugar incorrecto a la hora incorrecta.  No teníamos suficiente con tener que mirar al cielo para escapar de la muerte que ahora también había que mirar tras las esquinas.
- Venga, colabora un poco.  Resucita y anda...  
Reía para no llorar cuando al fin pude dejarlo en mitad de la calle y darme a la fuga.  Alba me esperaba limpiando con trapos y agua el charco de sangre.  Me arrodillé junto a ella y la ayudé.  Aquel 3 de mayo, sus compañeros del Sindicato la habían dejado al cargo de las oficinas y se habían marchado a construir barricadas y pegar unos cuantos tiros.  Si las cosas se ponían mal, ella era la encargada de deshacerse de los documentos comprometedores.  Había cerrado la puerta del piso que servía de archivador con llave pero aquel hombre, oyendo el sonido de la radio dentro, había reventado la cerradura de un disparo y había aterrorizado a mi pequeña, empujándola escaleras abajo.  Así los encontré, cuando conseguí llegar al edificio de la Vía Augusta después de esquivar los tiroteos y arrastrarme por lo callejones, el hombre apuntándola y Alba con las medias rotas de tanto tropezarse, .  No podía quedarme en casa sabiendo que ella estaba en primera línea de fuego.  Si llegué a amenazar al hombre, advertirle para que soltara el arma, no lo recuerdo.  Simplemente estiré el brazo, como para detenerle, y apreté el gatillo.  Podría haber fallado, pero no lo hice.
No había manera de limpiar del todo la mancha.  Suspiramos, tendría que bastar con eso.  Recogí sólo entonces la pistola, la aseguré, y me la guardé en el cinturón.  Era una locura tratar de llegar a nuestra habitación del Paralelo, mejor esperar en nuestro antiguo piso a que los ánimos se calmaran.  La idea le devolvió la sonrisa.  Pero el piso ya no era lo que recordaba, apestaba a hombre enjaulado, a pesar del esfuerzo que debían hacer las libertarias para ventilar las habitaciones y mantener el lavabo en condiciones.  Oh, pero nuestra cama seguía allí, los anarquistas también duermen... o tienen necesidades.  La miré interrogando pero Alba no enrojeció ni titubeó, me hizo sentir como una colegiala puritana, se limitó a arrancarle las sábanas y a dejarse caer agotada sobre el colchón desnudo.  Me tumbé a su lado y al cabo de unos minutos le pregunté:
- ¿Duermes?
Dos brillos centelleando en la oscuridad me demostraron que no, no dormía.  Se acercó y pasó un brazo sobre mi cintura, arrimándose todo lo posible a mi cuerpo y enganchando una de sus piernas entre las mías.  ¿Estaba mal sentir deseo después de lo ocurrido?  Podía oír sus pensamientos.
- Todos los minutos, horas y días que me queden de vida quiero pasarlos contigo - le susurré.
- Existe más mundo aparte de nosotras.
- No es mi mundo.
- Me adoras demasiado, no quiero que corras riesgos por mi culpa.
- Pues no te pongas en peligro y estaré a salvo.
Suspiró dándome por imposible pero no quiso apartarse, al contrario, sus cabellos cayeron sobre mi rostro y me besó tan despacio que pareció que el tiempo se detenía, que no hubiera prisa ni miedo, que no hubiera guerra ni la muerte nos estuviera acechando a cada paso.  Me besó como si mañana no existiera.  Y mientras me besaba, el calor de su pecho incendiaba el mío, llamándome al placer, una vez más, desafiando el mandato divino que ordenaba fuéramos dos almas en dos cuerpos.  Nos fundiríamos de nuevo y volveríamos a sentir que la brisa era cálida, las noches más cortas, el cielo más azul y que los árboles de la avenida reventaban de tanto verde a pesar de no recibir cuidados.  Nuestra vida dejaría de ser una fotografía en blanco y negro, un documental apagado con sonrisas rotas, recuperaríamos el color y la primavera robada.
- Oh, Alba, mi Alba...
Se fue desprendiendo de la ropa sin soltarme hasta que su humedad caló a través de mis pantalones y me ayudó a quitármelos para cabalgar a pelo sobre mi muslo.  Me perdí en su respiración deseando abarcarla toda, cubrirla con mis dedos, llenarme la boca con sus pechos y darle a beber mi éxtasis.  
- Despacio... - me dijo.
Aquella no era una noche de caricias furtivas en el búnker bajo la manta, ni de acallar los gemidos por respeto al Sr. Puig, nuestro compañero de piso.  Nadie vendría a molestarnos, estaban demasiado ocupados escondiéndose o matándose.  La ciudad seguiría sumida en esta pesadilla al amanecer, no éramos nosotras las protagonistas, sólo podíamos esperar y en la espera aprovechar para amarnos hasta quedar secas y agotadas.  Si tan sólo fuera posible morir de placer, flotar en el limbo para toda la eternidad...  Pero tras el orgasmo, al abrir los ojos, las sombras de una habitación sucia y triste me sobrecogían y necesitaba volver a empezar.  Alba nunca se acababa, yo pedía más y me daba más.
Se vino sobre mi piel a la vez que yo lo hice bajo su mano.  No tardaría en perder el conocimiento, había sido un día difícil, pero me resistía a cerrar los ojos.  Feliz y satisfecha, no quería dar paso al cansancio y perder las maravillosas horas de intimidad que nos quedaban.
- ¿Un poco de agua? - me besó en los párpados y se levantó tropezando con cada mueble hasta llegar a la cocina.  Regresó con un vaso y una bolsa de tela de la que extrajo pan y algo de queso.
- ¿Vamos a montar un picnic? - pregunté divertida mientras me incorporaba para comer lo que me ofrecía.
- Me temo que es todo lo que hay hasta que sea seguro salir afuera.
- Si me quedo con hambre, tendré que atacar tus meñiques...
- ¡Toni!  ¡Esto es serio!  Podría tardar días, semanas...
- Que sea años, por favor, aquí tengo todo lo que necesito.
Dejé el pan y fui directa a su pubis.  Me regañó pero permitió que me colara entre sus piernas y lamiera el maná que todavía brotaba de su interior.  El por qué no conseguía cansarme de esa mujer era un misterio que no resolvería jamás.  Mezclado entre su jugo, dulce o salado según el día. debía esconderse la fórmula de la mejor poción de amor.
Se estremeció bajo mi boca.  No, todavía no.  Si aquel iba a ser nuestro último ataque antes del sueño, deseaba que fuera completo.
De sus jugosos labios ascendí recorriendo la línea media de su vientre hasta los pechos y seguí en el centro, incapaz de decidirme por el lado derecho o izquierdo, hasta la garganta y alcanzar al fin su boca que, abierta, me esperaba.  ¿Cuántas veces la habría besado?  Cientos, miles.  Era la forma en que acostumbraba a decirle que la necesitaba a mi lado a falta de palabras para expresarlo.  Las palabras no eran lo mío, así como para ella lo eran todo, aunque besándola averiguaba también más de lo que confesaba con su voz.  Sabía, por ejemplo, que me amaba por encima de todo y todos, que sus diversiones pasadas, tal vez presentes, no la apartarían de mí por muy calientes que fueran porque en mi cuerpo se hallaba su hogar.  Eran mis brazos las ramas de los árboles de su jardín que proporcionaban sombra fresca, mis ojos las ventanas por las que gustaba mirar el cielo, mi piel la manta sobre su regazo...  Eso me decía aquella noche su beso mientras la poseía.
Mi vientre sobre el suyo moviéndose en una intensa caricia, abriendo las puertas del deseo de nuevo.  Perderme en su cuerpo mi único anhelo, la mente se quedó en blanco, por fin, rindiéndose a las sensaciones, absorbiendo sus gemidos convirtiéndolos en la música que dictaba mis movimientos.  Palabras, nosotras no necesitábamos palabras.  De forma gradual, las caricias se fueron volviendo más íntimas.  Mi lengua buscaba manjares más selectos, la llave definitiva por si todavía quedaba alguna pequeña resistencia.  Frambuesas coronando sus senos deshaciéndose en mi boca y un quejido intenso anunciando que era el momento.  Me deslicé entre sus piernas presionando con fuerza, quería sentirla ahí, en la parte más sensible de mi cuerpo y que ella me sintiera a su vez.  No era fácil, no siempre funcionaba, pero la música seguía sonando.
Busqué la posición levantando una de sus piernas no sin antes llenarla de besos y aprisionar entre mis dientes su dedo meñique del pie, lo que la hizo reír aún caliente como estaba.  Sintió el encaje de mi vulva contra la suya.  Encaje perfecto.  Las caricias pasaron a tornarse acuáticas, éramos una ola que chocaba contra otra ola renunciando a la playa, luchando ambas por cubrirnos, danzando, resbalando.  Pero no podría aguantar mucho más, iba a morir sobre ella.  “No”, susurró.  “No todavía”.  Y el pecho me estalló de tanto amor, me rendí, las lágrimas brotaron, y ella tomó el mando aferrándose a mis caderas, apretándose, conteniendo la respiración para iniciar una carrera vertiginosa de la que no pude escapar.
Lo noté llegar, el suyo, golpeándome con fuerza y, con dolor, me vine yo también, al unísono, clavando las uñas en el colchón para agarrarme a este mundo y seguir a su lado.



Estoy sentada en el taburete del baño, con las piernas abiertas, el satén en mis tobillos y los dedos recordándola.  Desaparezco unos momentos, el pasado me atrapa en ese abrazo.  Si pronuncio su nombre lo hago tan inaudible que sólo una oreja pegada a mis labios podría oírlo.  Nadie debe saberlo.  Sólo tú y yo, Alba.  Y llega la liberación pero tan breve que no me permite quedarme mucho más en ese espacio donde te guardo.  Al final resulta demasiado doloroso.
    Suspiro.  Con los dedos todavía manchados de mí recojo el colorido pañuelo de seda del suelo, ha llegado la hora de desvelar el misterio.  El corazón me palpita creyendo que tal vez traiga noticias de mi amante revolucionaria.  Dime que está viva, por favor. Busco el mensaje, está hábilmente oculto en el dobladillo.  Con unas tijeras corto algunos hilos, ven a mí, pequeño, y lo desdoblo.
    No habla de Alba, mi decepción es evidente, sino de otra mujer a la que conocí, contraté y regalé a mi amor.  Como si las personas se pudieran regalar.  Necesita mi ayuda.  

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