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La Virgen de Alba - Capítulo 6




6. El Cine.

    Las visitas a la prisión no han de ser frecuentes para no levantar sospechas.  También ha habido que encontrar el modo de llegar hasta Inés sin verla directamente y la mejor manera es haciéndome pasar por una buena samaritana.
    —Bienvenida de nuevo, señorita Gelabert —me saluda la monja de la entrada con esa sonrisa suya que me hace recordar a mi madre cuando recibe invitados ilustres—.  ¿Qué nos trae hoy? —Pregunta de rigor.
    —Unas cuantas prendas de ropa para las presas.  —El pillo que carga el saco lo deja en el suelo a sus pies.
    —Ah, bien, bien… —La hermana sigue esperando.
    —Y unos cuantos dulces para las hermanas, para recompensar su labor.  —Y que les dulcifique el carácter.  La monja pequeña y huraña muestra ahora una sonrisa sincera y toma con suma delicadeza la cesta de pastas, galletas y frutas escarchadas.
    —Qué alma tan generosa la de usted.  ¿Quiere visitar a alguna de las recién llegadas?  Nos ha llegado una chica que de tan buena y lista la hemos colocado en la oficina para que no se mezcle mucho con el resto.  
    —Conversaré con ella e intentaré ayudarla en lo que pueda.
    El sindicato me ha ofrecido una lista de las compañeras que están en la misma prisión de las Corts y a las que puedo hacer llegar los mensajes y documentos necesarios para la fuga de Inés.  Como no me conviene visitar sólo presas políticas, de vez en cuando toca charlar con alguna ratera o prostituta.  Son las visitas de relleno, que digo yo.  Sonrío un poco, le traigo algo de comer a la presa, unas cuantas preguntas amables y a esperar pacientemente que pasen los dichosos minutos.  La presa de hoy, por suerte, va a serme de mucha utilidad.
    La veo entrar y es inconfundible.  Pequeña, con la cabeza llena de rizos castaños y, en vez de medias, calcetines blancos con zapatitos planos.  Rondará los veinticinco años pero no aparenta más de dieciséis.  Una mujer en un cuerpo de niña, con el rostro más dulce e inocente que he visto jamás.  El diablo no podría haber encontrado mejor escondite.  Adelita, me la presentan, y ella hace el gesto convenido para avisarme de que está metida en el ajo y que puedo confiarle el mensaje: se rasca la nariz al oír su nombre.  Tan engañadas tiene a las monjas con su dulzura que no dudan en dejarnos solas mientras atienden otros quehaceres.
    —Peque, ¿verdad? —la llamo por su nombre de guerra y asiente.
    —No tenemos mucho tiempo.  ¿Qué tienes para mí?
    —Llevo semanas buscando la forma de entregaros esto… —Me saco del bolsillo un sobre cerrado en el que presumo que habrá una cédula personal falsificada.  Ella lo recoge rápido, se levanta el vestido hasta la cintura y lo esconde dentro de la faja.  Se vuelve a sentar como si nada.
    —Llegó el otro día la orden para trasladar a Inés pero conseguí extraviarla.  Eso son dos semanas ganadas.  Puedo, a malas, perder una segunda carta pero no una tercera.
    Me pasa un papel doblado por debajo de la mesa pero entonces entra la monja y el mensaje me resbala de los dedos yendo a caer al suelo.  La Peque me mira con dureza.  Puedo ser novata como enlace pero no como mentirosa.
    —¿Quieres que le lleve algún mensaje a tu familia, Adelita?
    —Sólo dígales que estoy bien, que las monjas son buenas conmigo y que pronto podré volver a casa.  ¿No es verdad, hermana? —Se gira para dirigirse a la vigilante.
    —Todo llegará pero primero debes cumplir tu condena —le responde la otra sonriendo apaciblemente.
    Mientras la monja está prestando atención a la Peque, piso el papel y lo arrastro para luego alargar la mano como si estuviera poniéndome bien la media y hacerme con él.  En las visitas a la prisión no llevo pantalón, lo mejor es un traje chaqueta de lana gris, serio y femenino, y para ocultar mis cabellos cortos un sombrero cloché.  Esa imagen de señorita bien me protege contra la posible perspicacia de las hermanas.
    —He traído un saco con ropa, ¿por qué no vas a mirar si algo te sienta bien?
    —¿Puedo, hermana? ¿Puedo ser la primera?
    —Está bien, Adelita, pero sólo dos prendas.
    La Peque me mira y asiento a su pregunta silenciosa.  Inés necesitará ropa discreta para la fuga, un abrigo y un sombrero que tape ese horrible corte de pelo.  Metí varios en el saco con la esperanza de que alguno fuera a caer en sus manos.  La intervención de la Peque garantiza que de la vestimenta no habrá que preocuparse.
    —Pues marcho ya.  Encantada de conocerte, Adelita, espero verte en mi próxima visita y llevarte personalmente los mensajes de tus padres.  No saben escribir ni leer, los pobres —me dirijo ahora a la monja.
    —Cuando venga, sólo pida verla y la traeremos para que charlen.
    —Gracias, hermana.
    —Gracias a usted, señorita, que Dios se lo pague.

Después de la prisión vuelvo a casa por si los de la Político-Social me vigilan.  Todavía no saben qué hacer conmigo.  No doy el perfil de opositor franquista y se oyen campanas de boda entre el Comandante Quintala y mi familia, pero no les gusta verme mezclada con el vulgo y la escoria.  Sospechan de mí a pesar de todas las precauciones.
    En casa las criaditas me atienden con esmero.  Cepillan mi ropa mientras la llevo puesta, recolocan las ligas aunque sigan manteniéndose en su sitio, me vuelven a hacer el lazo de la blusa mientras expresamente acarician mis senos con los brazos y la que me quita el sombrero la tengo completamente enganchada a mi espalda.  Suspiran, Martina la primera, pero la atravieso con la mirada.  Jamás volveré a dirigirle la palabra, jamás volveré a tener en cuenta su presencia.  Para mí no existes.  Pero es un hecho que tenemos cierto aire la una con la otra.  Si vistieramos igual, de lejos se nos confundiría.  Y de eso soy consciente yo pero no los de la Secreta.
    —Chicas, tantas atenciones me han acalorado un poco.  —Me miran expectantes—.  Juanita, ¿por qué no me ayudas a deshacer la cama?  —La pequeña, que está marginada fregando el suelo, sonríe de oreja a oreja y se limpia las manos en el delantal.
    —Sí, señorita.
    La llevo detrás como un perrito que sigue a su ama mientras oigo a Ana y María refunfuñar.  Ya no son unas crías pero se pelean tal cual por un trozo de carne.  Así se lo comentó a la que me sigue.
    —Es que es usted un trozo de carne muy apetitoso, señorita.
    Me hace reir, estoy de buen humor esta tarde.
    No necesito mis habilidades manuales para mantener enamorada a Juanita. Su cuerpo es una vasija saturada de dolor.  Sus pezones se encogen al tacto temerosos de caricias obligadas y su sexo, seco y agrietado, permanece cerrado hasta que es abierto a la fuerza.  Tras el asalto de Quintala, parece como si se hubiera olvidado que lo tiene.  Se imagina como una muñeca, totalmente lisa y sellada entre las piernas.  Ante ella lo más efectivo es un simple gesto de afecto, su corazón se vuelve gelatina y me jura amor eterno.  No me traicionará, ni siquiera hace preguntas.  Le beso la mejilla despacio, entra en el limbo…
    —Tengo que salir —le susurro y asiente en respuesta—.  ¿Me cubrirás?
Vuelve a asentir y se tumba en la cama obediente esperando su recompensa, que no es otra que un simple y largo beso en los labios.  Mi olor la tranquiliza, parece dormida pero no, se quedará así quieta hasta mi regreso.  Si por un casual mi madre llamara a la puerta preguntando por mí, ella responderá que duermo y la otra se irá satisfecha.  A la Sra. Nuria no le preocupa que pueda enamorarme de Juanita, sabe que la odio, más que al resto, sólo quiere que deje de rebelarme y acepte la vida que ha planeado para mí, en la que está incluida está jovencita como mascota de divertimento.  Lo que desconoce madre es que me hecho a imagen y semejanza suya y que buscaré siempre salirme con la mía pasando por encima de los demás.
—Tomo la cofia y el delantal de la criada.  Busco en el armario un vestido negro no demasiado elegante y me disfrazo de nuevo.  Lo más complicado es salir y entrar del apartamento sin ser vista pero para eso tengo en cuenta las retransmisiones radiofónicas que mantienen clavadas en el salón a las otras criadas e incluso a mi madre.  Su programa preferido en Radio Barcelona ya ha empezado:

«Entre los que acierten será sorteado un estuche con colorete compacto Desney, arqueador para pestañas Desney, lápiz para labios Desney…
»Seguidamente sírvanse escuchar a Nelson Eddy en un fragmento de la película “Ciudad del Oro”, obsequio musical de Productos Desney a todos sus clientes y radioyentes.
»Unos momentos de atención, señores… Tomen papel y lápiz… Anoten nuestras preguntas…
»Primera pregunta… ¿Qué famosa actriz de revista se ha casado últimamente?
»Piensen, piensen… y mientras, la voz de José Gea ameniza la sobremesa de ustedes, cantando el fox original “¡Ché, qué chica, ché!”.»

Las risas de las jóvenes mientras se toman de las manos y bailan es la señal que esperaba.  Salgo de la habitación como una sombra, alcanzo la puerta del piso y me escabullo fuera a cumplir el resto de mi misión.
En la calle paso inadvertida, no tiene nada de especial ver una sirvienta salir de un edificio de lujo.  Camino un buen trecho, me detengo en una esquina, observo, parece que nadie me sigue y aprovecho para guardarme la cofia y el delantal en el bolso.  Podría parar un taxi pero mi instinto me dice que es mejor mezclarme con los que esperan el tranvía.  Ahora soy una mujer corriente, que toma la precaución, si toca viajar de pie en el tranvía, de pegar la espalda en la pared del fondo para evitar que ciertos individuos se tomen ciertas libertades.
Al llegar a la Plaza Cataluña me apeo y me dirijo a paso acelerado hasta el cine Coliseum, donde el cartel anuncia la película “Ciudad del Oro”.  No me resulta especialmente interesante.  Esperando por mí, cerca de la entrada, hay un joven con un clavel rojo en la solapa.  No lo conozco, no me conoce, pero corro hacia él y le abrazo.  Él me da un beso en la mejilla con mucha confianza y entramos cogidos del brazo.  Ocupamos nuestros asientos, hablamos de la salud de una tal “tía Asunción”, de los actores que nos gustan y, al final, impacientes, del buen tiempo que hace.  Por fin se apagan las luces y aparto aliviada mi mano de entre las suyas, en su lugar le dejo la nota que la Peque me ha entregado hace unas horas.  Con un profundo suspiro me descalzo.  No llevo  mucho talón pero me está matando.  Es lo peor de las misiones, tener que renunciar a mis cómodos zapatos Spectators porque, indudablemente, no pegan ni con cola con las faldas.  Mi compañero se relaja también.  Nos sumimos ambos en nuestros propios pensamientos y hacemos como que vemos la película.

La última vez que fui al cine hará seis años, en el Monumental.  Interrumpían con tanta frecuencia las películas debido a los avisos de bombardeo, que acabaron cerrando la sala.  Contaba con ello y utilicé mis influencias para me la cedieran por una tarde.  Más vale tener a los Gelabert contentos, por si la guerra se pierde, debió pensar el gerente, y me entregó las llaves.  Di órdenes al operador de que no abandonara el cuarto de proyección mientras durase  la película, no quería más espectadores de los previstos.
Alba se dejó guiar forzando una sonrisa.  No podía admitirlo pero estaba desquiciada.  A los de la CNT no les quitaban el ojo de encima y más de uno acabó en los campos de trabajo junto a sus antiguos aliados del POUM.  Agotada de tanto control, hambrienta, como todos, y con la muerte sobrevolando nuestras cabezas día sí y noche también, había perdido gran parte de su entusiasmo inicial.  Quería resucitar a mi Alba de siempre aunque sólo fuera durante una tarde.
—¿Estamos solas en el cine? —preguntó.
—¿Te gusta?  ¿Es mi regalo de aniversario? Llevamos seis años viviendo juntas.
—Vaya, lo había olvidado… —Se le humedecieron los ojos y la abracé.  Mi pobre pequeña.
Al fin sonrió y acomodando la cabeza sobre mi hombro volvió a interrogarme:
—¿Y qué película veremos?
—Cristina de Suecia, tu favorita.
—Es porque me recuerda a ti.
—Pero yo nunca podría enamorarme de John Gilbert.
—Por tu bien, eso espero.
Nos reímos, la abracé más fuerte, me besó.
—Te conformas con poco, la película no es la sorpresa que te tengo preparada…
El operador apagó las luces y el celuloide empezó a correr.  Me levanté encarándome a los créditos.  Alba se asustó pero entonces recordó que estábamos solas y nadie protestaría.
—¿Qué haces? —preguntó en voz baja llevada por la costumbre.  
Le tendí la mano en respuesta y aceptó acompañarme hasta el piano, el viejo piano que no se utilizaba desde las mudas.  La ayudé a sentarse arriba en la caja y le indiqué que pusiera los pies en el atril, a cada lado, las piernas lo más abiertas posibles.  Obedeció sabiendo que buscaba placer pero no se imaginaba la forma en que lo quería.
—No cierres las piernas, ¿lo harás por mí?  Pase lo que pase no las cierres.
Su olor me volvía loca.  Enterré la nariz entre sus muslos un momento, un solo momento, la besé por encima de la prenda interior abrazándome a sus caderas.  Se echó hacia atrás, gimió y me agarró los cabellos como solía hacer cuando me tenía saboreándola, pero no la había llevado al cine para algo tan simple.  Debía apartarme, oh, dolía la separación.  Me consolé llevándome sus bragas, cálidas, impregnadas con su aroma, y me senté en la primera fila para disfrutar del espectáculo.
—No las cierres —le recordé.
Sus ojitos brillaban en la oscuridad.  Me miró divertida pero se estremeció al oír un ruido.  En la pantalla, la divina Garbo besaba a la condesa.  Cuatro sombras entraron reclamándose silencio unas a otras entre risitas y tropezones.  Alba hizo el movimiento involuntario de ir a cerrar las piernas, volvió a mirarme y las dejó abiertas, lo máximo que pudo, temblando de miedo y excitación.  Las cuatro mujeres iban enmascaradas y se situaron alrededor del piano.  Eran algunas de las pocas amigas que no se habían exiliado al inicio de la guerra, bien por no ser tan burguesas como les hubiera gustado, bien por ser amigas de la República.  Alba las conocía también, de las orgías sáficas que organizaba su amiga Sofía.  Reía mucho por aquel entonces, y era caprichosa y consentida, pero reía mucho.  Ríete, Alba mía, ríete esta tarde para mí.
—Por orden real se condena a Alba a permanecer desnuda ante la emisión de la película —dijo una situándose en medio mientras procedía a desabrocharle la chaqueta, el vestido, el sujetador y descalzarla.  Las otras se pusieron en fila detrás suyo e iban pasando cuando la anterior acababa su veredicto.
—La acusada guardará silencio, ni replicará, ni suplicará, ni gemirá, de lo contrario le será aplicado el castigo del dedo acusador —dijo la segunda acariciando con el dedo índice el agujerito pequeño y tímido del ano.  Alba respiró como queriendo protestar pero prefirió callar.
—No cerrará las piernas hasta que su majestad lo ordene o será expulsada de la sala como su madre la trajo al mundo —alegó la tercera girándose para hacerme una reverencia.
—Aguantará tres orgasmos, ni uno más ni uno menos, tras lo cual estará obligada a darnos satisfacción —dijo la última muy solemne—.  Procedan sus señorías que tengo ganas de probar la lengua de la rea bajo las faldas.
—¡Ey, un momento! ¿De qué se me acusa? —Las cuatro se la quedaron mirando inquisidoras.  La segunda se relamía el dedo y la tercera vino a preguntarme entre susurros.
—-Señorita, es usted culpable de ser amada en demasía por su majestad.  Proceda, hermana, con el castigo
Alba se mordió los labios pero no cerró las piernas ni renunció al juego.  La castigadora mojó más todavía el dedo con saliva caliente y lo introdujo despacio dentro de Alba.  Los deditos de sus pies encogiéndose de la impresión casi me hicieron perder el norte.  Yo quería hacerle eso, hacérselo muchas veces.
No le dieron tiempo a reponerse del primer asalto.  Con el dedo todavía dentro se le lanzaron todas a una con las fauces abiertas en busca de carne.  Cayeron primero sus pechos, suaves como merengues, arremolinándose las lenguas sobre las cerezas de sus pezones.  Ahora chupaba una, ahora otra, todas a la vez…  Y Alba gemía, y la castigadora seguía atornillándola con su dedo.  Se vino sin dilación con todas esas mujeres encima suyo.
—Uno, he contado uno.
—Y faltan dos…
El néctar de Alba, que iba resbalando por la caja del piano, atrajo su atención.  El dedo acusador se retiró para no perturbar la belleza del paisaje.  Las formas mullidas, hinchadas y temblorosas, revelaban su interior abierto como una boca que espera un beso, prometiendo humedades cálidas.  No pudieron resistirse, yo misma no podía seguir sufriendo tan increíble visión y apretaba las piernas y arañaba los reposabrazos y abría bien los ojos, a pesar de la fiebre, para no perderme detalle.
Sutilmente, con suma delicadeza y en silencio, como cuatro viudas que van a misa, fueron entrando una a una.  Alba, que estaba recostada contra la pared para recuperarse, las fue sintiendo y apreciando.  Se movían a la par, compensando el desorden anterior.  Hacia un lado, hacia el otro, hacia dentro… como bailando una música silenciosa, que Alba podía oír perfectamente en su cabeza.  Bailaban los dedos, giraban, apretaban.  La danza se fue haciendo más rápida, los círculos más amplios.  Mi pequeña Alba se mordía en vano el puño para no gemir pero la castigadora se hallaba hipnotizada al igual que sus compañeras, sus respiraciones se confundían.  Cuatro penetrándola a la vez, follándola al unísono, ¿o era ella la que se las estaba follando a todas?  Bailando, gimiendo, apretando… Y otra vez apretando… Apretando más… Apretando más rápido… Y más rápido… Y más rápido…
El segundo fue evidente, estalló liberando todos los gemidos reprimidos, llenando con su eco la sala, mi atormentada cabeza.  Las cuatro enmascaradas despertaron de su ensoñación y, malvadas, siguieron atizándola tratando de conseguir pronto el tercero.  Pero Alba no podía más y me miró suplicante.  Las cuatro desistieron y optaron por un método menos creativo pero eficaz, fueron a atacar al pequeño botoncito tras la trinchera.  Se acabaron los valses y las delicadezas.  La que estaba en primera línea martirizaba a su víctima con la mano o unos cuantos dedos moviéndose con frenesí sobre la perla acorralada, la relevaba otra para que no fuera perdiendo intensidad e iban recuperando fuerzas.  Habían corrido todas y empezaba la segunda vuelta.  Alba movía la cabeza de un lado al otro, golpeaba los puños contra la caja, pero no hizo intento de sacárselas de encima.  Acabarían haciéndole daño, me levanté…
Al verme de pie pararon.
—Abran paso a su majestad —dijo una y se inclinaron todas ante mí.
Avancé.  Inspeccioné el terreno de juego.  Los muslos de Alba temblaban, en su interior el espectáculo era excitante pero desolador, hinchada y colorada como una manzana.  Mi manzana del pecado, mi tierna y jugosa manzana del pecado.  La calmé con mi boca.  Su piel ardía debido al maltrato.  Lamí cada pliegue con ternura acariciándola con mi aliento.  Sólo mis labios, sólo mi lengua… y todo mi cariño puesto en un beso.  Se relajó, a mi segundo beso vibró y al tercero se vertió como licor caliente sobre mi boca.  Dulce y callado está vez.
La ayudé a descender del piano.  Las piernas le fallaban y se colgó de mi cuello para tenerse en pie pero las enmascaradas esperaban el pago por sus servicios.  Las cuatro se levantaron las faldas enseñando sin pudor cuatro matojos de rizos.
—Habrá que dejarlo, está muy cansada.
—Majestad, si ella no lo hace, tendréis que ser vos —habló una.
—¡Sí, majestad! ¡Oh, sí! —exclamaron las otras tres entusiasmadas ante el cambio de planes.
    Me hinqué bajo la primera, la miré a los ojos y vi el vivo deseo de quien esperaba ese momento desde hace mucho.  Sujeté sus caderas, aparté con los pulgares la espesura y me dispuse a cumplir con mi obligación cuando Alba gritó:
    —¡No!  ¡Yo lo haré!
    Se acercó a gatas y ocupó mi lugar.  Era hábil con la lengua, lo sabía yo bien, pero la otra se hallaba desilusionada, como un niño al que roban su juguete favorito y tratan de sustituirlo por otro.  Aún así, Alba consiguió arrancarle un gritito y fue hacia la siguiente, parándose un momento para respirar.  No estaba en condiciones de acabar el juego.  La suerte, mala o buena, según se mire, nos sonrió y sonó la sirena antibombardeos.  Las chicas se asustaron, querían ir rápido hacia un refugio.
    —Adelantaos, ahora venimos —les dije incorporandome.
    Me besaron una a una en la mejilla y salieron corriendo cogidas de las manos.  Ayudé a Alba a vestirse y la conduje unas filas más atrás para sentarla sobre mi regazo.
    —¿No tienes miedo? —preguntó.
    —Todavía no ha acabado la película —le respondí mientras me abrazaba a su cintura.

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