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viernes, 6 de julio de 2012

El Hipnotizador de La Ribera (14)


 Ofelia by David Levingston

Ni sueños, ni molestias.

Gracias a las cuerdas y a los polvos curativos, dormí como una niña pequeña confiada en los brazos protectores de su madre.  Sólo que yo no era pequeña ni mi madre una amorosa nodriza.  Poco después del amanecer, mamá llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.  Como era de esperar, le dió un ataque de histeria de los que hacen época.

Felisa acudió al rescate de su señora ofreciéndole una infusión con unas gotitas de Agua del Carmen pero hubo de pasar una hora larga hasta que los ánimos se calmaron y Benet pudo entrar en mi habitación a desatarme.  No comentó nada, ni siquiera se tomó la licencia de un comentario impertinente de los suyos, se limitó a notificarme, como si de un correo oficial se tratara, que nuestros padres me esperaban en la salita para una entrevista importante.

Me vestí y peiné lo mejor que pude para ofrecer una imagen cuerda y desmentir las suposiciones del Dr. Grau, que ahora sabía que realmente confabulaba junto al caballero del rostro borroso para mi perdición y su beneficio.  Mientras me arreglaba, preparé un discurso mental lo más ordenado y coherente posible: “Estaba siendo víctima del complot de un desconocido.  Me secuestraba cada noche mediante una extraña magia cuando estaba dormida, de manera que no era dueña de mi voluntad, y me sometía a depravaciones inenarrables.  Para avanzar en su objetivo sin levantar sospechas, necesitaba eliminar mi virtud y había pactado con nuestro doctor que influiría en mis progenitores para concertar un matrimonio lo antes posible. Necesitaba ayuda para pararlo y denunciar el suceso ante las autoridades.”

Sin embargo, al hacer acto de presencia en la salita, no se me dio la oportunidad de defenderme.  Joan Ferrer, el mismo Joan Ferrer al que yo había denegado mi mano hacía poco más de una semana, permanecía de pie impertérrito a la derecha de papá.  Benet y Jacinta sentados en el sofá, no jugueteaban con las manos ni se hacían carantoñas como de costumbre, al contrario, de tan serios parecían tener la edad de mis padres.  Mamá debía estar descansando en su cuarto a petición del Doctor Grau, que encabezaba el improvisado tribunal.  Éste carraspeó y papá dictó la sentencia con un dejo de dolor:

    - Malena, hija, estamos muy preocupados por tu salud y hemos decidido concertar tu matrimonio con el joven Ferrer.  No admitiremos discusiones, sabemos que es lo mejor y que algún día nos lo agradecerás.
    - Señorita Fortuny, debe saber que no me asustan las circunstancias en las que nos encontramos y que trataré por todos los medios de ser un buen esposo y hacerla feliz en la medida de lo posible - habló el perro obediente.
    - Señorita María Magdalena, le ruego no se resista a este inesperado tratamiento.  Usted decide, el asilo o el matrimonio - habló el lobo.

¿Que yo decidía? ¿Qué es lo que se suponía que tenía que decidir? ¿Declararme loca y acabar encerrada con pobres dementes que, sin duda, me volverían desequilibrada, si no lo estaba ya?  ¿O atarme a un hombre que acabaría matándome de aburrimiento?  Hice lo peor que podía hacer:  estallar.  Grité como posesa que los locos eran ellos, que no veían lo que realmente estaba pasando, que el caballero de la cara borrosa pretendía venderme al doctor y a saber a cuántos más.  Durante el día sería una esposa modelo pero por las noches me prostituirían en burdeles, me obligarían a bailar desnuda y a chupar virilidades, una detrás de otra... una detrás de otra...

Jacinta no pudo reprimir el llanto.  Benet, indignado por lo soez de mis argumentos, mandó llamar a Felisa con las pruebas que me inculpaban de chalada.  Un poco intimidada, la criada entró con un fajo de trapos bajo el brazo y los dejó caer a mis pies.

Se trataba de varias prendas mías de interior desgarradas.  Las recordaba perfectamente, yo las destrocé.

    - No hay nada más que añadir.  Si precisa reflexionar, puedo ordenar su ingreso en el asilo ahora mismo y en pocos días usted misma reconocerá haber perdido la cabeza y necesitar el brazo protector de un esposo.
    - ¡Me voy, sí, pero no donde usted me mande! ¡Felisa, llama un coche! ¡Adiós, papá, mandaré recoger mis cosas más tarde!

Ni que decir que no me dejaron dar un paso.  Entre Ferrer, Benet y el Doctor me inmovilizaron mientras yo pataleaba y trataba de liberarme con codazos y empujones.

    - ¡Basta, por favor, señores! - Jacinta, aún llorando, acudió a mi rescate -.  Estoy segura que podemos encontrar una solución menos violenta.  Existe en un médico de la mente que podría hacer mucho bien a la pobre Malena, tal vez sanarla del todo, y se encuentra ahora en Barcelona mostrando sus avances en la Exposición Universal.  ¿Qué opina usted, Sr. Fortuny?
    - Cualquier esperanza, por mínima que sea, es bien acogida.  ¿Malena, aceptarías la opinión de este doctor?

Y acepté.  ¿Qué podía perder?

...


4 comentarios:

  1. Vaya el asilo con los locos y las camisas de fuerza también podía haber dado juego. Ejem, no pierdo la esperanza...

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  2. Pobre, si mal no recuerdo las innovaciones médicas de esa época incluían los electrochoques.
    Creo que hubiera sido mejor aceptar y luego escapar cuando todos se descuidaran.

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